jueves, 15 de diciembre de 2016

Amor a prueba de olvidos

Otra vez vuelvo a cobijar en mi desván a amig@s que tratan temas entrañables. Se trata ahora de una joven que cursa el 3er año de Periodismo en la Universidad de Matanzas. Su nombre es Lianny Díaz Fundora y todos le dicen Lola. Ella fue premiada en el apartado de estudiantes en el Festival Nacional de la Crónica "Miguel Ángel de la Torre", que cada año tiene lugar en Cienfuegos. Sin más preámbulos les regalo el fruto de la inspiración de Lola y su Amor a prueba de olvidos.




“A veces lo más bello de la vida no es lo más bello: es lo que más se ama. Si después sopló el frío en esa llama lo más bello es aquello que se olvida”.
                                                                                                      José A. Buesa

Con cada mañana nace un nuevo día, y con cada día una  esperanza, esa con la que Marta despierta a diario: que hoy, Orestes, quien ha sido su esposo durante medio siglo, la recuerde.
 Él padece de Alzheimer. Cuando empezó a manifestar los síntomas de la enfermedad, el primer nombre que olvidó fue el de ella, y tenía que escribirlo en su caja de cigarros para poder recordarlo. Luego fue olvidando poco a poco el de todos.
 Marta comienza con la salida del sol una larga faena.  Trata de hallar en los ojos de su amado, nublados de distancia, el recuerdo de aquellos días en que fueron felices, aquellos en  los que una flor y un beso eran el mejor regalo.
Se esmera en prepararle el baño matutino y en echarle bastante azúcar al café para que esté como a él le gusta. Transcurre la mañana entre en un constante ir y venir del cuarto a la cocina. Mientras termina el almuerzo, se inquieta al pensar que pudiera necesitarla mientras no está.
 A veces, se le ve contemplando una foto de los dos, colgada en una pared del hogar, porque su casa es un almacén de recuerdos. En esos instantes aflora una escurridiza lágrima por su mejilla, y al unísono, se dibuja en sus labios una sonrisa porque se siente dichosa de saberlo suyo.
 Porque abuela está segura de que a pesar del olvido de su compañero, él la sigue queriendo lo mismo o más que aquella mañana de abril en que juraron que su unión sería para siempre.
Llega la noche y Marta siente en su interior que nada ha sido en vano. Sigilosa, llega al cuarto, donde siempre han descansado juntos, lo mira y lo besa en la frente. Tiene la certeza que su amor ha crecido con cada prueba. Entonces, se acerca más a Orestes lo aprisiona entre sus brazos y le susurra al oído: ¡te quiero!

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Con chancleticas al cielo



Quienes me acompañan desde la primera palabra de esta publicación conocen ya a mis abuelas y ahora vuelvo a aludir a la materna, tan peculiar ella como su nombre que, por cierto, era Prudencia.
La madre de la autora de mis días rendía honor a su patronímico y solía meditar muy bien sus actos. Muchas veces hacía que quienes la rodeaban también fueran prudentes y lo lograba con oportunos y atinados consejos. Tales consejos eran siempre aderezados con refranes. 
Si, en efecto, mi abuela era de esos seres que matizaban su plática con sabias sentencias populares y, además, con simpáticos dicharachos, muchos de los cuales se los escuché decir a ella y a nadie más.
Entre sus numerosos dichos figuraba uno que motivó una curiosa anécdota. Sucede que a menudo mi abuela se refería a algún familiar o amigo con la siguiente frase "Fulana o Mengano va a entrar al cielo con chancleticas y todo..."
Mi hermanita y yo escuchábamos ese comentario y nos mirábamos intrigadas. En mi caso, con el raciocinio de mis siete años, me percataba de que los merecedores de ascender al reino celestial tan cómodamente eran personas asiduas a nuestra casa que se destacaban por su bondad y disposición para servir al prójimo. Entonces, pude formarme una idea bastante cercana al significado de la frase. Pero su connotación para mi hermana de cuatro años adquiriría otros ribetes.

Sucedió que un día mi madre hacía la habitual limpieza del patio y, luego de recoger la basura en un saco, decidió incluir entre lo desechable un par de chancletas viejas de mi abuela, previo consentimiento de esta, pues solo eran usadas para lavar. Finalizada la tarea, el saco fue colocado en la calle, al lado de la portada del patio, donde a la mañana siguiente sería recogido por el carretonero que transportaba la basura.
Hasta ahí todo en orden, pero cuál no sería la sorpresa de mi madre, cuando al otro día descubre bajo el lavadero, o sea, en su sitio acostumbrado, el par de chancletas viejas que estaba segura de haber botado. Extrañada preguntó a mi abuela si ella había recogido el casi inservible calzado y esta lo negó, entonces se repitió la operación de la jornada anterior y  el hecho se olvidó.

Sin embargo, cuando nuevamente y como por arte de magia las consabidas chancletas aparecieron en el patio, mi madre, con la certeza de no estar loca, decidió aclarar el asunto que ya tomaba visos de misterio. 
Tras acopiar la basura, colocó por tercera vez, las chancletas encima de todo e hizo un amarre fuerte. Listo el saco para la recogida matinal se dedicó a vigilarlo y se admiró sobremanera al descubrir a mi hermana desatando la soga y rescatando las chancletas para llevarlas a hurtadillas al lavadero. 
Fue allí, cuando se disponía a devolverlas a su sitio, que la sorprendieron in fraganti. Entre sollozos mi dulce hermanita explicó entonces el motivo de su "delito" "!Mamá, tú no puedes botar esas chancleticas, porque son las de mi abuela entrar al cielo!"

Es de suponer que, ante semejante argumento, la niña fue consolada con muchos besos y abrazos. De más está decir, que las viejas chancletas volvieron invictas a su lugar de honor, bajo el lavadero, y permanecieron allí, felices y respetadas, por muchos, muchos años....

Con chancleticas al cielo

Quienes me acompañan desde la primera palabra de esta publicación conocen ya a mis abuelas y ahora vuelvo a aludir a la materna, tan peculiar ella como su nombre que, por cierto, era Prudencia.
La madre de la autora de mis días rendía honor a su patronímico y solía meditar muy bien sus actos. Muchas veces hacía que quienes la rodeaban también fueran prudentes y lo lograba con oportunos y atinados consejos. Tales consejos eran siempre aderezados con refranes. 
Si, en efecto, mi abuela era de esos seres que matizaban su plática con sabias sentencias populares y, además, con simpáticos dicharachos, muchos de los cuales se los escuché decir a ella y a nadie más.
Entre sus numerosos dichos figuraba uno que motivó una curiosa anécdota. Sucede que a menudo mi abuela se refería a algún familiar o amigo con la siguiente frase "Fulana o Mengano va a entrar al cielo con chancleticas y todo..."
Mi hermanita y yo escuchábamos ese comentario y nos mirábamos intrigadas. En mi caso, con el raciocinio de mis siete años, me percataba de que los merecedores de ascender al reino celestial tan cómodamente eran personas asiduas a nuestra casa que se destacaban por su bondad y disposición para servir al prójimo. Entonces, pude formarme una idea bastante cercana al significado de la frase. Pero su connotación para mi hermana de cuatro años adquiriría otros ribetes.

Sucedió que un día mi madre hacía la habitual limpieza del patio y, luego de recoger la basura en un saco, decidió incluir entre lo desechable un par de chancletas viejas de mi abuela, previo consentimiento de esta, pues solo eran usadas para lavar. Finalizada la tarea, el saco fue colocado en la calle, al lado de la portada del patio, donde a la mañana siguiente sería recogido por el carretonero que transportaba la basura.
Hasta ahí todo en orden, pero cuál no sería la sorpresa de mi madre, cuando al otro día descubre bajo el lavadero, o sea, en su sitio acostumbrado, el par de chancletas viejas que estaba segura de haber botado. Extrañada preguntó a mi abuela si ella había recogido el casi inservible calzado y esta lo negó, entonces se repitió la operación de la jornada anterior y  el hecho se olvidó.

Sin embargo, cuando nuevamente y como por arte de magia las consabidas chancletas aparecieron en el patio, mi madre, con la certeza de no estar loca, decidió aclarar el asunto que ya tomaba visos de misterio. 
Tras acopiar la basura, colocó por tercera vez, las chancletas encima de todo e hizo un amarre fuerte. Listo el saco para la recogida matinal se dedicó a vigilarlo y se admiró sobremanera al descubrir a mi hermana desatando la soga y rescatando las chancletas para llevarlas a hurtadillas al lavadero. 
Fue allí, cuando se disponía a devolverlas a su sitio, que la sorprendieron in fraganti. Entre sollozos mi dulce hermanita explicó entonces el motivo de su "delito" "!Mamá, tú no puedes botar esas chancleticas, porque son las de mi abuela entrar al cielo!"

Es de suponer que, ante semejante argumento, la niña fue consolada con muchos besos y abrazos. De más está decir, que las viejas chancletas volvieron invictas a su lugar de honor, bajo el lavadero, y permanecieron allí, felices y respetadas, por muchos, muchos años....