miércoles, 6 de febrero de 2013

Imágenes en sepia...





Como a la mayoría de los humanos, entre lo más especial de mis recuerdos están los inherentes a mis seres queridos. Son memorias que me nutren y me hacen feliz, cuando las repaso en mi mente y las veo pasar con ese color sepia de los viejos retratos. Confieso que es algo que disfruto, tanto como el hecho de abrir álbumes con fotos de antaño y deleitarme con el olor que emana de sus páginas.

Así, adoro evocar a mis abuelos maternos con los cuales conviví gran parte de mi infancia. Me fascinaban los relatos de la abuela, cuyo padre en la adolescencia fue el flamante corneta de una tropa mambisa.

Cierro los ojos y me parece ver a la niña que fue mi abuela abotonando sus botines y retocando el lazo de su pelo para asistir al acto en que se develó la estatua del prócer independentista Vicente García, allá por 1915. Ella me lo contó en una ocasión y yo la hacía repetir la anécdota junto a aquella en que narraba como, también de pequeña, se le ocurrió subastar su cadena de oro para empastarse una muela. El sentido común le aconsejó anteponer la salud bucal a la posesión de una joya, por valiosa que fuera, y de esa forma convincente lo explicó luego a sus atónitos padres.

Mi abuela fue testigo de la irrupción de los primeros autos y de la electricidad en la entonces Victoria de Las Tunas. Más tarde, ya adulta y con hijos, protagonizó la persecución de un tren, al estilo de las películas del oeste, a bordo de una pequeña camioneta de carga perteneciente a la compañía privada Don Torcuato S.A. Mi madre la acompañó en la aventura, muy a su pesar.

Sucedió que mi abuela pretendía tomar el tren de Las Tunas a Manatí en el paradero de Santa María, adonde había ido a visitar a sus padres. Todos en la casa, conscientes de la distancia que había hasta la estación, de la cercanía de la hora en que el tren pasaría y, sobre todo, de la proverbial lentitud de mi abuela, la apremiaban para que se despidiera. Ella alegaba que había tiempo de sobra y con esa certeza se encaminó al paradero. Llegando al lugar la locomotora arrancaba y mi abuela, ni corta ni perezosa, con su más pequeña hija (mi madre) de la mano, hizo señas a uno de los camioncitos Don Torcuato.

El chofer, diligente, se detuvo y, no solo montó a la señora, sino que la obedeció sin chistar y pisó el acelerador cuando ella, enérgica, dio la orden “!siga ese tren!” y después agregó “¡pite, pite sin parar!”. En todo momento el hombre, quizás impresionado,  le hizo caso. Se produjo entonces una prolongada persecución  por más de dos kilómetros, acompañada de interminables pitazos, de una gran nube de polvo y de las miradas curiosas de los pasajeros, quienes, asomados a las ventanillas, se preguntaban cuál sería la urgencia de la camioneta.

Finalmente el tren comenzó a aminorar la velocidad hasta que detuvo totalmente la marcha y se hizo posible, ante la admiración de todos, que mi abuela, muy oronda, y mi madre, muy apenada, abordaran el tren. La tripulación de este, por suerte, conocía a mi abuela de las múltiples ocasiones en que, en consideración a mi abuelo, retrasaba unos minutos la salida de la terminal de Manatí para esperar a la demorada esposa.

Imagino el sufrimiento de mi abuelo, muy ágil por naturaleza, ante circunstancias como aquella. Pero a pesar de su innata rapidez y de la parsimonia de su media naranja se amaron mucho y dieron una esmerada educación a una prole de cuatro vástagos. De ellos, o sea de mis tíos y mi madre, así como de mi padre y sus ascendientes también tengo divertidas anécdotas. Pero esas llegarán en otro momento, hoy fue tan solo una mirada a algunas de mis queridas imágenes en sepia.