domingo, 17 de marzo de 2013

Con chancleticas al cielo...



Quienes me acompañan desde la primera palabra de esta publicación conocen ya a mis abuelas y ahora vuelvo a aludir a la materna, tan peculiar ella como su nombre que, por cierto, era Prudencia.

La madre de la autora de mis días rendía honor a su patronímico y solía meditar muy bien sus actos. Muchas veces hacía que quienes la rodeaban también fueran prudentes y lo lograba con oportunos y atinados consejos. Tales consejos eran siempre aderezados con refranes. 

Si, en efecto, mi abuela era de esos seres que matizaban su plática con sabias sentencias populares y, además, con simpáticos dicharachos, muchos de los cuales se los escuché decir a ella y a nadie más.

Entre sus numerosos dichos figuraba uno que motivó una curiosa anécdota. Sucede que a menudo mi abuela se refería a algún familiar o amigo con la siguiente frase "Fulana o Mengano va a entrar al cielo con chancleticas y todo..."

Mi hermanita y yo escuchábamos ese comentario y nos mirábamos intrigadas. En mi caso, con el raciocinio de mis siete años, me percataba de que los merecedores de ascender al reino celestial tan cómodamente eran personas asiduas a nuestra casa que se destacaban por su bondad y disposición para servir al prójimo. Entonces, pude formarme una idea bastante cercana al significado de la frase. Pero su connotación para mi hermana de cuatro años adquiriría otros ribetes.

Sucedió que un día mi madre hacía la habitual limpieza del patio y, luego de recoger la basura en un saco, decidió incluir entre lo desechable un par de chancletas viejas de mi abuela, previo consentimiento de esta, pues solo eran usadas para lavar. Finalizada la tarea, el saco fue colocado en la calle, al lado de la portada del patio, donde a la mañana siguiente sería recogido por el carretonero que transportaba la basura.

Hasta ahí todo en orden, pero cuál no sería la sorpresa de mi madre, cuando al otro día descubre bajo el lavadero, o sea, en su sitio acostumbrado, el par de chancletas viejas que estaba segura de haber botado. Extrañada preguntó a mi abuela si ella había recogido el casi inservible calzado y esta lo negó, entonces se repitió la operación de la jornada anterior y  el hecho se olvidó.

Sin embargo, cuando nuevamente y como por arte de magia las consabidas chancletas aparecieron en el patio, mi madre, con la certeza de no estar loca, decidió aclarar el asunto que ya tomaba visos de misterio. 

Tras acopiar la basura, colocó por tercera vez, las chancletas encima de todo e hizo un amarre fuerte. Listo el saco para la recogida matinal se dedicó a vigilarlo y se admiró sobremanera al descubrir a mi hermana desatando la soga y rescatando las chancletas para llevarlas a hurtadillas al lavadero. 

Fue allí, cuando se disponía a devolverlas a su sitio, que la sorprendieron in fraganti. Entre sollozos mi dulce hermanita explicó entonces el motivo de su "delito" "!Mamá, tú no puedes botar esas chancleticas, porque son las de mi abuela entrar al cielo!"

Es de suponer que, ante semejante argumento, la niña fue consolada con muchos besos y abrazos. De más está decir, que las viejas chancletas volvieron invictas a su lugar de honor, bajo el lavadero, y permanecieron allí, felices y respetadas, por muchos, muchos años....

Cementerio de pantalones

En este desván ya he hablado de mi abuela materna y, como ella,  la paterna también tenía una personalidad atractiva. Se llamaba Carmen Luisa San Julián Pagán y era hija de español y puertorriqueña. Sus nietos la llamábamos simplemente abuela Güicha y en las vacaciones que pasé junto a ella en Camagüey disfruté mucho de sus cuentos, sobre todo durante largas sobremesas.

El padre de mi abuela fue un asturiano llegado a Cuba, a inicios del siglo XX, siendo apenas un adolescente. A fuerza de trabajo y mucha austeridad, el emigrante fomentó poco a poco algunos bienes en las estribaciones de la Sierra Maestra. Allí llegó a poseer tierras, una despulpadora de café y una panadería. Su esposa, mi bisabuela, murió prematuramente dejándolo viudo y con cuatro hijos. Decidió él no poner madrastra a su prole y entre todos se repartían los múltiples quehaceres del hogar. Tocaba a mi abuela, con 12 años, hacer el lavado de la ropa, que incluía las mudas de trabajo de los jornaleros que laboraban en la finca familiar.

Narraba ella que, al enfrentarse a la ropa de los obreros agrícolas, los pantalones estaban tan mugrientos que la asustaban e invariablemente rompía a llorar sin consuelo. Solía acudir en su auxilio su hermano más afín, cariñoso y complaciente. La pequeña lavandera se quejaba "!Ay Perucho, mira estos pantalones, están tan tiesos del churre que parecen hombres que se van a fajar conmigo!" Él la consolaba diciéndole "No llores Güichita, verás como te voy a ayudar, escoge el pantalón más sucio de todos y ahora mismo lo desaparezco".  Mi abuela aceptaba la sugerencia y Perucho se internaba en los sembrados cercanos a la vivienda, abría un hueco y enterraba el pantalón de marras. Luego, si sus tareas de "hombrecito ocupado" se lo permitían, regresaba y hasta la ayudaba a lavar.

El hecho pasaba desapercibido gracias a la discreta complicidad de los hermanos y, al no tener consecuencias, se repetía reiteradamente. Siempre les extrañó a los dos implicados que no trascendiera nunca  la desaparición de las prendas de vestir y lo achacaban a la permanencia transitoria de los jornaleros en la finca, donde se les proporcionaba, además, la ropa de trabajo.

Muchos años después, tras el triunfo revolucionario, las tierras de mi bisabuelo fueron confiscadas mediante la ley de reforma agraria y, entonces, por aquellos lares se levantaron varias construcciones. Ya anciana, mi abuela se preguntaba, en sus tertulias de sobremesa, qué dirían las personas que removieron el terreno en los predios de la familia San Julián Pagán al encontrarse tantos pantalones enterrados.....