domingo, 6 de octubre de 2013

Erase una vez en una escuela de arte...




Una querida amiga está en la India por cuestiones de trabajo. Desde lugares de ensueño llegan sus fotos vía internet. Y me alegra que alguien tan cercano a mi, de cuando cursaba estudios primarios y luego los secundarios en la escuela de arte de Las Tunas, pueda apreciar los encantos de un país milenario.
Varios de los condiscípulos de aquel centro de enseñanza artística  han cruzado los mares, algunos temporalmente y otros de manera definitiva. También hay quienes, tristemente, ya dejaron de existir.
No obstante, más allá de las distancias físicas y las del calendario, tengo la certeza de que en todos, lejanos y cercanos, habitó o habita la añoranza por la adolescencia vivida en nuestra pequeña escuela “El Cucalambé”. ¿De qué otra forma podría llamarse un colegio de artes enclavado en la ciudad de Las Tunas?
Allí coincidimos en la década del ochenta del pasado siglo muchos  niños con vocación para la música o para las especialidades de la plástica. Para figurar entre los últimos fue necesario aprobar un examen de actitud a fines de sexto grado. En él tuvimos que dibujar mucho y pasar una prueba teórica en la cual debíamos reconocer obras universales y cubanas como “El rapto de las mulatas”, de Carlos Enríquez, o "Gitana tropical", de Victor Manuel.
Finalmente, los aprobados iniciamos en septiembre de 1981 nuestros estudios de pintura, escultura, diseño, grabado, historia del arte y otras disciplinas. Matizábamos la gran carga académica con travesuras típicas de la edad. Las clases de escultura, por ejemplo, solían convertirse en remedos de batallas navideñas en frías latitudes, solo que en nuestro caso la temperatura era cada vez más alta y las bolas no eran precisamente de nieve, sino de barro húmedo. Además de la consabida suciedad que implicaban tales enfrentamientos los contrincantes solían ofenderse con los motes de ocasión: Moropo, Ruix la Peste, Mandarria, Yeyo Verdecia, Picornio… en fin, los apodos no escaseaban en aquellas contiendas.
Tampoco olvido las primeras sesiones de trabajo con modelos desnudas, en pintura o escultura. Mis compañeros, en plena revolución hormonal, se abalanzaban en tropel hacia el baño en los cinco minutos de descanso. Con el tiempo se acostumbraron.  
Acude también a mi mente la reiterada costumbre de los chicos de mi aula de frotar exageradamente un imaginario y gigantesco chichón (podía medir hasta más de un metro) en la frente de aquel o aquella que erraba en una respuesta a un profesor. Por lo general lograban avergonzar a la víctima.
Sin embargo, algunos de estos propios muchachos aficionados a tan pesadas bromas eran capaces de conversar con las niñas sobre buen cine, intercambiar libros y hasta compartir sugerencias de cómo tornar más placentero el descubrimiento de obras como “Cien años de soledad”. Especialmente evoco con cariño el juego de las capitales de países, en él establecíamos apuestas para ver quien identificaba las más remotas y exóticas urbes.
Además, esos mismos chicos, aparentemente tan sangrones, resultaban confiables camaradas para asistir a fiestas sabatinas y hasta carnavalescas, al menos así lo corroboraron nuestros padres cuando ya estábamos por finalizar la secundaria.
Estos son apenas atisbos de un tiempo que se me antoja sano y feliz, ese en que el influjo de los primeros romances flota en el ambiente y confiere magia a la más trivial circunstancia.  Un paréntesis de la vida en que alternan la tristeza y la alegría y que recibe el nombre de adolescencia.
De ella seguiré hablando, pues una vez que se entra a un mundo de   adorables nostalgias hay que continuar. La locura de nuestro grupo de escolaridad, donde las trompetas, las baquetas y las flautas animaban el cambio del turno de Historia al de Matemáticas es, a no dudarlo, un buen recuerdo y revivirlo es grato. Sé que mis amigos de la escuela de arte me darán la razón.