Una querida
amiga está en la India por cuestiones de trabajo. Desde lugares de ensueño
llegan sus fotos vía internet. Y me alegra que alguien tan cercano a mi, de
cuando cursaba estudios primarios y luego los secundarios en la escuela de arte
de Las Tunas, pueda apreciar los encantos de un país milenario.
Varios de los
condiscípulos de aquel centro de enseñanza artística han cruzado los mares, algunos temporalmente y
otros de manera definitiva. También hay quienes, tristemente, ya dejaron de
existir.
No obstante,
más allá de las distancias físicas y las del calendario, tengo la certeza de
que en todos, lejanos y cercanos, habitó o habita la añoranza por la
adolescencia vivida en nuestra pequeña escuela “El Cucalambé”. ¿De qué otra
forma podría llamarse un colegio de artes enclavado en la ciudad de Las Tunas?
Allí
coincidimos en la década del ochenta del pasado siglo muchos niños con vocación para la música o para las
especialidades de la plástica. Para figurar entre los últimos fue necesario
aprobar un examen de actitud a fines de sexto grado. En él tuvimos que dibujar
mucho y pasar una prueba teórica en la cual debíamos reconocer obras
universales y cubanas como “El rapto de las mulatas”, de
Carlos Enríquez, o "Gitana tropical", de Victor Manuel.
Finalmente,
los aprobados iniciamos en septiembre de 1981 nuestros estudios de pintura,
escultura, diseño, grabado, historia del arte y otras disciplinas. Matizábamos
la gran carga académica con travesuras típicas de la edad. Las clases de
escultura, por ejemplo, solían convertirse en remedos de batallas navideñas en
frías latitudes, solo que en nuestro caso la temperatura era cada vez más alta
y las bolas no eran precisamente de nieve, sino de barro húmedo. Además de la consabida suciedad que implicaban tales enfrentamientos los contrincantes solían ofenderse con los motes de ocasión: Moropo, Ruix la Peste, Mandarria,
Yeyo Verdecia, Picornio… en fin, los apodos no escaseaban en aquellas contiendas.
Tampoco olvido las primeras sesiones de trabajo con modelos
desnudas, en pintura o escultura. Mis compañeros, en plena revolución hormonal, se abalanzaban en
tropel hacia el baño en los cinco minutos de descanso. Con el tiempo se
acostumbraron.
Acude también a mi mente la reiterada costumbre de los chicos de mi aula de frotar exageradamente un imaginario y gigantesco chichón (podía medir hasta más de un metro) en la frente de aquel o aquella que erraba en una respuesta a un profesor. Por lo general lograban avergonzar a la víctima.
Acude también a mi mente la reiterada costumbre de los chicos de mi aula de frotar exageradamente un imaginario y gigantesco chichón (podía medir hasta más de un metro) en la frente de aquel o aquella que erraba en una respuesta a un profesor. Por lo general lograban avergonzar a la víctima.
Sin embargo,
algunos de estos propios muchachos aficionados a tan pesadas bromas eran
capaces de conversar con las niñas sobre buen cine, intercambiar libros y hasta
compartir sugerencias de cómo tornar más placentero el descubrimiento de obras
como “Cien años de soledad”. Especialmente evoco con cariño el juego de las
capitales de países, en él establecíamos apuestas para ver quien identificaba
las más remotas y exóticas urbes.
Además,
esos mismos chicos, aparentemente tan sangrones, resultaban confiables camaradas para asistir a fiestas sabatinas y hasta carnavalescas, al menos así lo corroboraron nuestros
padres cuando ya estábamos por finalizar la secundaria.
Estos son
apenas atisbos de un tiempo que se me antoja sano y feliz, ese en que el influjo de los
primeros romances flota en el ambiente y confiere magia a la más trivial
circunstancia. Un paréntesis de la vida
en que alternan la tristeza y la alegría y que recibe el nombre de
adolescencia.
De ella
seguiré hablando, pues una vez que se entra a un mundo de adorables nostalgias
hay que continuar. La locura de nuestro grupo de escolaridad, donde las
trompetas, las baquetas y las flautas animaban el cambio del turno de Historia
al de Matemáticas es, a no dudarlo, un buen recuerdo y revivirlo es grato. Sé que mis amigos de la
escuela de arte me darán la razón.