viernes, 15 de noviembre de 2013

Cuentos y poemas en mi desván


Dos amigas y lectoras de este blog me proponen temas para escribir sobre diversas etapas de nuestra vida estudiantil y después las complaceré. Mientras tanto, con varias ideas en el tintero, decido buscar en el desván algo de lo que he escrito en tiempos pasados. Son propuestas que transgreden las fronteras de la crónica periodística para adentrarse en el mundo de los versos y las narraciones breves.

Quiero presentar en este, mi espacio personal, a la mujer que no encuentra el tiempo para expresarse en una forma que diste de las urgencias del oficio de reportera. Les entrego, entonces, una muestra de mis dilemas e indecisiones... como profesional de la palabra.
   


"Dilema"

A considera un castigo soñar con E. Y aunque el sexo con I sea bueno - y A suele considerarlo muy bueno -  irremediablemete sueña con E. El problema es que los desencuentros hacen su historia con E y aún no existe un epílogo.

Por eso, cuando I duerme, tras una sesión de amor, A cierra los ojos y aparece E. A menudo se presenta en escenas tan triviales como la de comer una panetela borracha y fundir luego su boca almibarada con la de A. Prolongan ambos el placer de compartir la saliva dulce, sentir la suavidad de los labios y disfrutar la tibieza de sus lenguas... Y es ahí, cuando despierta A, con genio y decepción. Con muy mal genio, sobre todo, porque sabe que al beso de su sueño no lo superará nunca ni un sexo de película.


 "Indecisión"

A veces tengo ganas de que mueras,
para ver si con ello amaina esta lluvia de deseos.

Pero dudo. 
Tal vez arrecie,
y temo entonces aficionarme a la necrofilia.
Mejor, te quedas vivo.


domingo, 6 de octubre de 2013

Erase una vez en una escuela de arte...




Una querida amiga está en la India por cuestiones de trabajo. Desde lugares de ensueño llegan sus fotos vía internet. Y me alegra que alguien tan cercano a mi, de cuando cursaba estudios primarios y luego los secundarios en la escuela de arte de Las Tunas, pueda apreciar los encantos de un país milenario.
Varios de los condiscípulos de aquel centro de enseñanza artística  han cruzado los mares, algunos temporalmente y otros de manera definitiva. También hay quienes, tristemente, ya dejaron de existir.
No obstante, más allá de las distancias físicas y las del calendario, tengo la certeza de que en todos, lejanos y cercanos, habitó o habita la añoranza por la adolescencia vivida en nuestra pequeña escuela “El Cucalambé”. ¿De qué otra forma podría llamarse un colegio de artes enclavado en la ciudad de Las Tunas?
Allí coincidimos en la década del ochenta del pasado siglo muchos  niños con vocación para la música o para las especialidades de la plástica. Para figurar entre los últimos fue necesario aprobar un examen de actitud a fines de sexto grado. En él tuvimos que dibujar mucho y pasar una prueba teórica en la cual debíamos reconocer obras universales y cubanas como “El rapto de las mulatas”, de Carlos Enríquez, o "Gitana tropical", de Victor Manuel.
Finalmente, los aprobados iniciamos en septiembre de 1981 nuestros estudios de pintura, escultura, diseño, grabado, historia del arte y otras disciplinas. Matizábamos la gran carga académica con travesuras típicas de la edad. Las clases de escultura, por ejemplo, solían convertirse en remedos de batallas navideñas en frías latitudes, solo que en nuestro caso la temperatura era cada vez más alta y las bolas no eran precisamente de nieve, sino de barro húmedo. Además de la consabida suciedad que implicaban tales enfrentamientos los contrincantes solían ofenderse con los motes de ocasión: Moropo, Ruix la Peste, Mandarria, Yeyo Verdecia, Picornio… en fin, los apodos no escaseaban en aquellas contiendas.
Tampoco olvido las primeras sesiones de trabajo con modelos desnudas, en pintura o escultura. Mis compañeros, en plena revolución hormonal, se abalanzaban en tropel hacia el baño en los cinco minutos de descanso. Con el tiempo se acostumbraron.  
Acude también a mi mente la reiterada costumbre de los chicos de mi aula de frotar exageradamente un imaginario y gigantesco chichón (podía medir hasta más de un metro) en la frente de aquel o aquella que erraba en una respuesta a un profesor. Por lo general lograban avergonzar a la víctima.
Sin embargo, algunos de estos propios muchachos aficionados a tan pesadas bromas eran capaces de conversar con las niñas sobre buen cine, intercambiar libros y hasta compartir sugerencias de cómo tornar más placentero el descubrimiento de obras como “Cien años de soledad”. Especialmente evoco con cariño el juego de las capitales de países, en él establecíamos apuestas para ver quien identificaba las más remotas y exóticas urbes.
Además, esos mismos chicos, aparentemente tan sangrones, resultaban confiables camaradas para asistir a fiestas sabatinas y hasta carnavalescas, al menos así lo corroboraron nuestros padres cuando ya estábamos por finalizar la secundaria.
Estos son apenas atisbos de un tiempo que se me antoja sano y feliz, ese en que el influjo de los primeros romances flota en el ambiente y confiere magia a la más trivial circunstancia.  Un paréntesis de la vida en que alternan la tristeza y la alegría y que recibe el nombre de adolescencia.
De ella seguiré hablando, pues una vez que se entra a un mundo de   adorables nostalgias hay que continuar. La locura de nuestro grupo de escolaridad, donde las trompetas, las baquetas y las flautas animaban el cambio del turno de Historia al de Matemáticas es, a no dudarlo, un buen recuerdo y revivirlo es grato. Sé que mis amigos de la escuela de arte me darán la razón.

domingo, 17 de marzo de 2013

Con chancleticas al cielo...



Quienes me acompañan desde la primera palabra de esta publicación conocen ya a mis abuelas y ahora vuelvo a aludir a la materna, tan peculiar ella como su nombre que, por cierto, era Prudencia.

La madre de la autora de mis días rendía honor a su patronímico y solía meditar muy bien sus actos. Muchas veces hacía que quienes la rodeaban también fueran prudentes y lo lograba con oportunos y atinados consejos. Tales consejos eran siempre aderezados con refranes. 

Si, en efecto, mi abuela era de esos seres que matizaban su plática con sabias sentencias populares y, además, con simpáticos dicharachos, muchos de los cuales se los escuché decir a ella y a nadie más.

Entre sus numerosos dichos figuraba uno que motivó una curiosa anécdota. Sucede que a menudo mi abuela se refería a algún familiar o amigo con la siguiente frase "Fulana o Mengano va a entrar al cielo con chancleticas y todo..."

Mi hermanita y yo escuchábamos ese comentario y nos mirábamos intrigadas. En mi caso, con el raciocinio de mis siete años, me percataba de que los merecedores de ascender al reino celestial tan cómodamente eran personas asiduas a nuestra casa que se destacaban por su bondad y disposición para servir al prójimo. Entonces, pude formarme una idea bastante cercana al significado de la frase. Pero su connotación para mi hermana de cuatro años adquiriría otros ribetes.

Sucedió que un día mi madre hacía la habitual limpieza del patio y, luego de recoger la basura en un saco, decidió incluir entre lo desechable un par de chancletas viejas de mi abuela, previo consentimiento de esta, pues solo eran usadas para lavar. Finalizada la tarea, el saco fue colocado en la calle, al lado de la portada del patio, donde a la mañana siguiente sería recogido por el carretonero que transportaba la basura.

Hasta ahí todo en orden, pero cuál no sería la sorpresa de mi madre, cuando al otro día descubre bajo el lavadero, o sea, en su sitio acostumbrado, el par de chancletas viejas que estaba segura de haber botado. Extrañada preguntó a mi abuela si ella había recogido el casi inservible calzado y esta lo negó, entonces se repitió la operación de la jornada anterior y  el hecho se olvidó.

Sin embargo, cuando nuevamente y como por arte de magia las consabidas chancletas aparecieron en el patio, mi madre, con la certeza de no estar loca, decidió aclarar el asunto que ya tomaba visos de misterio. 

Tras acopiar la basura, colocó por tercera vez, las chancletas encima de todo e hizo un amarre fuerte. Listo el saco para la recogida matinal se dedicó a vigilarlo y se admiró sobremanera al descubrir a mi hermana desatando la soga y rescatando las chancletas para llevarlas a hurtadillas al lavadero. 

Fue allí, cuando se disponía a devolverlas a su sitio, que la sorprendieron in fraganti. Entre sollozos mi dulce hermanita explicó entonces el motivo de su "delito" "!Mamá, tú no puedes botar esas chancleticas, porque son las de mi abuela entrar al cielo!"

Es de suponer que, ante semejante argumento, la niña fue consolada con muchos besos y abrazos. De más está decir, que las viejas chancletas volvieron invictas a su lugar de honor, bajo el lavadero, y permanecieron allí, felices y respetadas, por muchos, muchos años....

Cementerio de pantalones

En este desván ya he hablado de mi abuela materna y, como ella,  la paterna también tenía una personalidad atractiva. Se llamaba Carmen Luisa San Julián Pagán y era hija de español y puertorriqueña. Sus nietos la llamábamos simplemente abuela Güicha y en las vacaciones que pasé junto a ella en Camagüey disfruté mucho de sus cuentos, sobre todo durante largas sobremesas.

El padre de mi abuela fue un asturiano llegado a Cuba, a inicios del siglo XX, siendo apenas un adolescente. A fuerza de trabajo y mucha austeridad, el emigrante fomentó poco a poco algunos bienes en las estribaciones de la Sierra Maestra. Allí llegó a poseer tierras, una despulpadora de café y una panadería. Su esposa, mi bisabuela, murió prematuramente dejándolo viudo y con cuatro hijos. Decidió él no poner madrastra a su prole y entre todos se repartían los múltiples quehaceres del hogar. Tocaba a mi abuela, con 12 años, hacer el lavado de la ropa, que incluía las mudas de trabajo de los jornaleros que laboraban en la finca familiar.

Narraba ella que, al enfrentarse a la ropa de los obreros agrícolas, los pantalones estaban tan mugrientos que la asustaban e invariablemente rompía a llorar sin consuelo. Solía acudir en su auxilio su hermano más afín, cariñoso y complaciente. La pequeña lavandera se quejaba "!Ay Perucho, mira estos pantalones, están tan tiesos del churre que parecen hombres que se van a fajar conmigo!" Él la consolaba diciéndole "No llores Güichita, verás como te voy a ayudar, escoge el pantalón más sucio de todos y ahora mismo lo desaparezco".  Mi abuela aceptaba la sugerencia y Perucho se internaba en los sembrados cercanos a la vivienda, abría un hueco y enterraba el pantalón de marras. Luego, si sus tareas de "hombrecito ocupado" se lo permitían, regresaba y hasta la ayudaba a lavar.

El hecho pasaba desapercibido gracias a la discreta complicidad de los hermanos y, al no tener consecuencias, se repetía reiteradamente. Siempre les extrañó a los dos implicados que no trascendiera nunca  la desaparición de las prendas de vestir y lo achacaban a la permanencia transitoria de los jornaleros en la finca, donde se les proporcionaba, además, la ropa de trabajo.

Muchos años después, tras el triunfo revolucionario, las tierras de mi bisabuelo fueron confiscadas mediante la ley de reforma agraria y, entonces, por aquellos lares se levantaron varias construcciones. Ya anciana, mi abuela se preguntaba, en sus tertulias de sobremesa, qué dirían las personas que removieron el terreno en los predios de la familia San Julián Pagán al encontrarse tantos pantalones enterrados.....


jueves, 21 de febrero de 2013

Compartiendo el espacio...






Los que han entrado a mi desván saben que está habitado por evocaciones del alma, más que de la mente. Lo pueblan recuerdos de seres que amo o de sucesos que admiro pues, desde la grandeza o la sencillez de los actos diarios, pueden constituir paradigmas, más allá de la dimensión de lo narrado.



Tengo un joven colega a quien le gusta este blog. Me comentó que, cuando confeccione el suyo, pretenderá también que tenga un toque muy personal. Como aún se enfrasca en ese empeño, decidí publicar aquí algo que escribió motivado por un tema sumamente especial para él. 

Se trata de una crónica que retrata el espíritu de una época: la de los abuelos de los adultos de hoy. Personas aquellas que, en su mayoría, estuvieron signadas por virtudes como la honestidad, el apego al trabajo, la decencia, la honradez... Son términos que nos urge despojar de su apariencia abstracta y tornarlos tangibles para hacerlos indispensables en el contexto de nuestros hijos, tal y como era antes.

Sin muchas complicaciones, nuestros ancestros lo lograron de manera eficaz y  buena fue su cosecha. Muchos de ellos carecían de la instrucción de los padres del presente, entiéndase instrucción como nivel de escolaridad, que para nada es sinónimo de educación, pues esta última antaño abundaba. 

Los hombres y mujeres de generaciones pasadas, además de ser esforzados, eran artífices en el arte de conversar, en practicar normas de cortesía, en protagonizar una buena convivencia social y así lo inculcaron a sus descendientes. La valía de sus lecciones hemos de saber aquilatarlas ahora y nunca pasarlas por alto. Es por ello que quise compartir con ustedes la inspiración de mi compañero. Espero que la disfruten tanto como yo.

La botas de mi abuelo
Por Yoe Hernández González


Mi abuelo fue una de las primeras, casi la única, figura paterna en mi vida. De él heredé su carácter pausado, esa habilidad para evadirme del mundo que unos se empeñan en catalogar como despiste, el respeto a la familia, mi pasión por la guitarra y la trova y un par de botas viejas. Pero mi abuelo también fue esa figura, a veces distante, que siempre me inspiró respeto por el trabajo.

Una vez le escuché contar como empezó su vida laboral apenas con 12 años. Eran tiempos difíciles y lo único disponible para un mulato pobre e iletrado, era el trabajo como peón en alguna finca. La falta de estudios la suplió con el esfuerzo de cada día en el campo y la voluntad de vencer las dificultades.

Desde entonces y casi por 50 años, innumerables zafras y cosechas llevarían la impronta de sus manos y su sudor regó no pocas huertas de la geografía oriental a donde lo llevaron la necesidad de aportar al sustento de una prole numerosa.

Recuerdo que aún después de jubilarse, y muy a pesar de los reclamos familiares,  buscaba alternativas al ocio. Fue por temporadas mensajero, celador en una bodega y en sus ratos libres atendía un pedazo de tierra donde cultivaba viandas y hortalizas para el consumo doméstico. “Es que no puedo estar sin hacer nada”, respondía resuelto a los que le reprochaban su “desatino” y el no darle el bien ganado descanso a sus años.

Una fría mañana y después de luchar por meses, el cáncer extinguió sus aspiraciones de celebrar la reconstrucción de su antigua vivienda de tablas con una serenata a lo Silvio, aderezada con una botella de ron. Desde entonces la construcción de la casa, a la que me sumo cada fin de semana, fue asumida por toda la familia como una especie de desagravio contra su prematura partida.

Hoy que las circunstancias exigen mayor consagración al trabajo y exaltan la laboriosidad como la clave para la bonanza económica, he hecho un descubrimiento: Al comenzar a vestirme con la indumentaria que uso para cargar cemento, ladrillos y batir concreto, he realizado un recuento de mi vida laboral.

Como todo joven que se beneficia de nuestro sistema educativo, he participado en cuatro escuelas al campo, varias obras de choque, siembra de árboles, chapea de marabú e innumerables trabajos voluntarios, después he mirado hacia abajo y por primera vez reparo en que las botas de mi abuelo, aún me quedan grandes.
 

miércoles, 6 de febrero de 2013

Imágenes en sepia...





Como a la mayoría de los humanos, entre lo más especial de mis recuerdos están los inherentes a mis seres queridos. Son memorias que me nutren y me hacen feliz, cuando las repaso en mi mente y las veo pasar con ese color sepia de los viejos retratos. Confieso que es algo que disfruto, tanto como el hecho de abrir álbumes con fotos de antaño y deleitarme con el olor que emana de sus páginas.

Así, adoro evocar a mis abuelos maternos con los cuales conviví gran parte de mi infancia. Me fascinaban los relatos de la abuela, cuyo padre en la adolescencia fue el flamante corneta de una tropa mambisa.

Cierro los ojos y me parece ver a la niña que fue mi abuela abotonando sus botines y retocando el lazo de su pelo para asistir al acto en que se develó la estatua del prócer independentista Vicente García, allá por 1915. Ella me lo contó en una ocasión y yo la hacía repetir la anécdota junto a aquella en que narraba como, también de pequeña, se le ocurrió subastar su cadena de oro para empastarse una muela. El sentido común le aconsejó anteponer la salud bucal a la posesión de una joya, por valiosa que fuera, y de esa forma convincente lo explicó luego a sus atónitos padres.

Mi abuela fue testigo de la irrupción de los primeros autos y de la electricidad en la entonces Victoria de Las Tunas. Más tarde, ya adulta y con hijos, protagonizó la persecución de un tren, al estilo de las películas del oeste, a bordo de una pequeña camioneta de carga perteneciente a la compañía privada Don Torcuato S.A. Mi madre la acompañó en la aventura, muy a su pesar.

Sucedió que mi abuela pretendía tomar el tren de Las Tunas a Manatí en el paradero de Santa María, adonde había ido a visitar a sus padres. Todos en la casa, conscientes de la distancia que había hasta la estación, de la cercanía de la hora en que el tren pasaría y, sobre todo, de la proverbial lentitud de mi abuela, la apremiaban para que se despidiera. Ella alegaba que había tiempo de sobra y con esa certeza se encaminó al paradero. Llegando al lugar la locomotora arrancaba y mi abuela, ni corta ni perezosa, con su más pequeña hija (mi madre) de la mano, hizo señas a uno de los camioncitos Don Torcuato.

El chofer, diligente, se detuvo y, no solo montó a la señora, sino que la obedeció sin chistar y pisó el acelerador cuando ella, enérgica, dio la orden “!siga ese tren!” y después agregó “¡pite, pite sin parar!”. En todo momento el hombre, quizás impresionado,  le hizo caso. Se produjo entonces una prolongada persecución  por más de dos kilómetros, acompañada de interminables pitazos, de una gran nube de polvo y de las miradas curiosas de los pasajeros, quienes, asomados a las ventanillas, se preguntaban cuál sería la urgencia de la camioneta.

Finalmente el tren comenzó a aminorar la velocidad hasta que detuvo totalmente la marcha y se hizo posible, ante la admiración de todos, que mi abuela, muy oronda, y mi madre, muy apenada, abordaran el tren. La tripulación de este, por suerte, conocía a mi abuela de las múltiples ocasiones en que, en consideración a mi abuelo, retrasaba unos minutos la salida de la terminal de Manatí para esperar a la demorada esposa.

Imagino el sufrimiento de mi abuelo, muy ágil por naturaleza, ante circunstancias como aquella. Pero a pesar de su innata rapidez y de la parsimonia de su media naranja se amaron mucho y dieron una esmerada educación a una prole de cuatro vástagos. De ellos, o sea de mis tíos y mi madre, así como de mi padre y sus ascendientes también tengo divertidas anécdotas. Pero esas llegarán en otro momento, hoy fue tan solo una mirada a algunas de mis queridas imágenes en sepia.

viernes, 4 de enero de 2013

Más remembranzas...



En este rincón del desván pueden descubrir que amo a mi pueblo incondicionalmente. Siento orgullo de su historia, de sus generales mambises, en especial del llamado León de Santa Rita, Vicente García González, maltratado, por cierto, en páginas escolares que ahora se enmiendan.

Me conmueve la casi total ausencia del estilo colonial en la arquitectura de la ciudad de Las Tunas, y es que esta comarca fue incendiada durante las guerras independistas en patriótico holocausto protagonizado por sus hijos.

Singulares son las leyendas de esta zona, como la de un jinete sin cabeza que salía en busca de venganza por determinadas calles y presagiaba desgracias. Los tuneros evocaban entonces el final trágico de un amor apasionado entre un indio y una joven descendiente de españoles, génesis de la leyenda.

Además, determinados eventos naturales han tornado peculiar a la región, como aquella fabulosa granizada de 1963, que bien podía haber surgido de la pluma de García Márquez.

Así, cercanos a lo real maravilloso, son los hechos que ocurren por mi tierra y de ella quiero destacar particularmente a ciertos personajes pintorescos. Se trata de seres alejados de la cordura que antaño caminaron por nuestras calles y fueron populares precisamente por su aparente locura.

Específicamente me refiero a tres amados locos de Las Tunas que ya no están entre nosotros: Pu pú, Sapi Sapi y Felicidades. Ellos aportaron matices a la cotidianidad de los años 60, 70 y 80 del pasado siglo. Pu pú era una mujer muy pulcra y silenciosa, con fama de beldad en sus años mozos, pero que en su madura adultez intrigaba a todos con un apuradísimo andar, un tanto inclinado hacia delante, que recordaba a una locomotora. De ahí surgió el apodo, pues los niños solían gritarle a su paso ¡pu pú cha chá! ¡pu pú cha chá! ¡el tren se va! Esto encolerizaba a la señora y pobre del que fuera alcanzado por las piedras que lanzaba. Si no se le molestaba era muy pacífica y pertenecía a una de las familias más antiguas e ilustres de la localidad.

Por su parte, Felicidades fue, más bien, ese típico cubano que suele reirse hasta de las vicisitudes propias, solo que él lo hacía en décimas y estas versaban sobre cualquier situación. Frecuentemente solía aludir a los avatares de la Cuba de la década del sesenta, cuando la naciente Revolución luchaba por imponerse al bloqueo y a otras zancadillas económicas y de otra índole, provenientes de nuestro prepotente vecino del norte. 

Las carencias, las colas, las movilizaciones eran temas frecuentes de sus versos. Y cuentan que era habitual verlo rodeado de personas riendo a madibula batiente cuando se auxiliaba de las rimas para decir cosas como esta: "... pinto una cafetería, desde luego sin café... también pinto un comité cuidando tiendas vacías... una anciana organizando una cola que crecía... y un carro grande anunciando otro juicio popular... más, no he podido pintar el hambre que estoy pasando".

Por último, Sapi Sapi, apareció de repente, morral al hombro, musitando una jerga incomprensible. Pronto su presencia se hizo recurrente en la cercanía de terminales y cafeterías. Un día, tal y como llegó, se esfumó y el rumor popular asoció su desaparición a la permanencia en Las Tunas de algunos técnicos soviéticos que brindaban su colaboración en diversas ramas. La explicación fue que el enigmático hombre era ¡nada menos! que un criminal nazi fugitivo que se escondía bajo el disfraz de mendigo desquiciado y que los rusos lo habían descubierto. Se llegó a comentar que fue extraditado para recibir su sanción.

Sin embargo, a los tuneros comunes que conocieron a estos tres personajes no les consta que Sapi Sapi fuera en realidad un alemán del Tercer Reich, pero si admiten que su nombre surgió aquí, debido a su extraño lenguaje del cual apenas captaban esas sílabas sapi sapi sapi…. tampoco podrán afirmar nunca, de manera categórica, que las décimas de Felicidades fueran aprendidas y dichas de memoria o improvisadas, aunque si dan fe de lo divertidas que resultaban y de que siempre defendió a la Revolución; mucho menos, sabrán el por qué del apuro constante de Pu pú. ¿Cuál razón la impulsaba a caminar casi corriendo, a riesgo de ser objeto de burlas? Algunos afirmaban que era una suerte de Penélope a la inversa, en vez de esperar paciente a su amor eterno optó por ir a buscarlo, y el empeño no admitía demoras... pero, tanto su caso como los anteriores fueron objeto de muchas especulaciones y eso hace que habiten en el terreno de las fabulaciones.

Lo cierto es que estos tres seres colorearon los días y las noches de Las Tunas y ahora regresan conminados por este llamado de la nostalgia. Están nuevamente aquí, para patentizarnos aquello de que “loco es aquel que lo ha perdido todo, menos la razón”, tan sabiamente expresado en las páginas de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”.

Caminando hacia dentro...



Sin pretender grandes confesiones propongo avanzar un poco hacia el interior del desván y comentar algo sobre mis gustos. Quiero, por ejemplo, mencionar mi afición por el programa televisivo “Inside the actors studio”. Me encanta el ambiente íntimo y coloquial que logra, en entrevistas a celebridades del cine, su anfitrión, el carismático James Lipton.
Este espacio se trasmite por el canal Multivisión en la mañana del viernes y lo reponen en la madrugada. De día me es difícil verlo, pero, como en ocasiones sale a flote mi vocación de noctámbula, me alegra, mientras espero al sueño, encontrar entre las propuestas de la pantalla chica la opción de marras. Me excita la plática inteligente, aunque ya la haya visto, entre Lipton y seres admirables como Dustin Hoffman y, francamente, lo disfruto siempre como la primera vez.
Por eso, se me antoja ahora responder aquí a un cuestionario que invariablemente hace Lipton a sus entrevistados. Él aclara que lo toma prestado de Bernard Pívot, un periodista francés, y este a su vez lo hizo popular, décadas atrás,  basándose en una serie de preguntas que respondió en su época el célebre escritor, también galo, Marcel Proust, fallecido en 1922.
Tras el necesario recuento, y como muestra de mi admiración a la auténtica manera de entrevistar de Lipton y de agradecimiento por permitirme escudriñar en las vidas de personas talentosas, me dispongo a contestar sus interrogantes. También será una forma de dejarme conocer un poquitín mejor en esta especie de apartado particular. Finalmente existe otra razón de peso y es que quiero hacerlo porque, a fin de cuentas, este es mi blog.
1.    ¿Cuál es la palabra que menos te gusta? Envidia, hasta suena feo.
2.    ¿Cuál es la palabra que más te gusta? Mami, dicha por mi hijo.
3.    ¿Qué te enciende, desde el punto de vista creativo o espiritual? La inteligencia.
4.    ¿Qué te apaga? El tedio.
5.    ¿Qué sonido o ruido amas? El sonido de los pinos movidos por la brisa.
6.    ¿Qué sonido o ruido odias? Los que producen escalofríos.
7.    ¿Cuál es tu grosería favorita? La que salta a la boca cuando me machuco o pincho un dedo ¿tendrá efectos analgésicos?
8.    ¿Qué otra profesión diferente a la tuya te gustaría intentar? Actriz
9.    ¿Qué profesión no te gustaría hacer nunca? Juez
10.                   Si el cielo existiese, ¿qué te gustaría oír decir a Dios cuando llegues a las puertas del Paraíso? ¡Qué bueno que confiaste!