jueves, 21 de febrero de 2013

Compartiendo el espacio...






Los que han entrado a mi desván saben que está habitado por evocaciones del alma, más que de la mente. Lo pueblan recuerdos de seres que amo o de sucesos que admiro pues, desde la grandeza o la sencillez de los actos diarios, pueden constituir paradigmas, más allá de la dimensión de lo narrado.



Tengo un joven colega a quien le gusta este blog. Me comentó que, cuando confeccione el suyo, pretenderá también que tenga un toque muy personal. Como aún se enfrasca en ese empeño, decidí publicar aquí algo que escribió motivado por un tema sumamente especial para él. 

Se trata de una crónica que retrata el espíritu de una época: la de los abuelos de los adultos de hoy. Personas aquellas que, en su mayoría, estuvieron signadas por virtudes como la honestidad, el apego al trabajo, la decencia, la honradez... Son términos que nos urge despojar de su apariencia abstracta y tornarlos tangibles para hacerlos indispensables en el contexto de nuestros hijos, tal y como era antes.

Sin muchas complicaciones, nuestros ancestros lo lograron de manera eficaz y  buena fue su cosecha. Muchos de ellos carecían de la instrucción de los padres del presente, entiéndase instrucción como nivel de escolaridad, que para nada es sinónimo de educación, pues esta última antaño abundaba. 

Los hombres y mujeres de generaciones pasadas, además de ser esforzados, eran artífices en el arte de conversar, en practicar normas de cortesía, en protagonizar una buena convivencia social y así lo inculcaron a sus descendientes. La valía de sus lecciones hemos de saber aquilatarlas ahora y nunca pasarlas por alto. Es por ello que quise compartir con ustedes la inspiración de mi compañero. Espero que la disfruten tanto como yo.

La botas de mi abuelo
Por Yoe Hernández González


Mi abuelo fue una de las primeras, casi la única, figura paterna en mi vida. De él heredé su carácter pausado, esa habilidad para evadirme del mundo que unos se empeñan en catalogar como despiste, el respeto a la familia, mi pasión por la guitarra y la trova y un par de botas viejas. Pero mi abuelo también fue esa figura, a veces distante, que siempre me inspiró respeto por el trabajo.

Una vez le escuché contar como empezó su vida laboral apenas con 12 años. Eran tiempos difíciles y lo único disponible para un mulato pobre e iletrado, era el trabajo como peón en alguna finca. La falta de estudios la suplió con el esfuerzo de cada día en el campo y la voluntad de vencer las dificultades.

Desde entonces y casi por 50 años, innumerables zafras y cosechas llevarían la impronta de sus manos y su sudor regó no pocas huertas de la geografía oriental a donde lo llevaron la necesidad de aportar al sustento de una prole numerosa.

Recuerdo que aún después de jubilarse, y muy a pesar de los reclamos familiares,  buscaba alternativas al ocio. Fue por temporadas mensajero, celador en una bodega y en sus ratos libres atendía un pedazo de tierra donde cultivaba viandas y hortalizas para el consumo doméstico. “Es que no puedo estar sin hacer nada”, respondía resuelto a los que le reprochaban su “desatino” y el no darle el bien ganado descanso a sus años.

Una fría mañana y después de luchar por meses, el cáncer extinguió sus aspiraciones de celebrar la reconstrucción de su antigua vivienda de tablas con una serenata a lo Silvio, aderezada con una botella de ron. Desde entonces la construcción de la casa, a la que me sumo cada fin de semana, fue asumida por toda la familia como una especie de desagravio contra su prematura partida.

Hoy que las circunstancias exigen mayor consagración al trabajo y exaltan la laboriosidad como la clave para la bonanza económica, he hecho un descubrimiento: Al comenzar a vestirme con la indumentaria que uso para cargar cemento, ladrillos y batir concreto, he realizado un recuento de mi vida laboral.

Como todo joven que se beneficia de nuestro sistema educativo, he participado en cuatro escuelas al campo, varias obras de choque, siembra de árboles, chapea de marabú e innumerables trabajos voluntarios, después he mirado hacia abajo y por primera vez reparo en que las botas de mi abuelo, aún me quedan grandes.